(A Sebastián Salazar Bondy)

He bajado a la urbe.

Traje en mi frente lluvias conspiradas,

frutas confabuladas en mis labios.

Mi canto está de pie como una espada,

como espada de luz que emerge de la sombra

cortando golondrinas y claveles.

Urbe cosmopolita cobras aspecto de hembra.

Me solicita tu mirada – túnel de esmeralda

entre costas colmadas de azabache-.

Apostada en las barbas del mar, tu marido:

tu aliento es esta brisa que cierne cierto aroma

de carnes pecadoras de iniciados donceles.

Urbe pálida e insomne de muslos modelados

en nenúfar y trigo, beso tu frente de amatista

con mi boca de fuego y te estremeces, dudas,

urbe risueña y pálida del rostro

como niña que esconde su lujuria

libre y desnuda y abrazándose al océano.

La luna como un ángel desde la ínsula canta

lúgubres sortilegios.

Humor de rosas vírgenes navega en el silencio.

Quiebran todas las niñas sus voces habitadas

de amorosos cristales que caen en mi alma

como menudos ríos de violetas.

Tal eres, embriagada de tus propias doncellas,

tal eres con tus ojos coloniales, y, danzas

y gozas del perenne latido de las olas

donde verdes sirenas dormitan en vergeles

de divinos corales sobre las frescas barbas

de líquenes del mar.

Y, tal estás de bella y ojerosa,

tu pelo sublevado cual remando de llamas

espolvoreado de albas, y crece al horizonte

como un pasto de miel.

Nocturna celadora aguardando el corsario

viento del sud calado de humedad de mariscos

e incensas tus ensueños de templo, harén y toros

mientras sube el deseo como olas a tus miembros.

Y tus costas tendidas son rodillas de nácar

de sirenas que duermen mientras orean al sol

sus intocados linos que sacuden los pájaros.

Vine con mi palabra rural como claveles,

con mi tristeza autóctona, tristeza que es anónima

que se alza como un luto de mis ojos poblanos;

con mis labios sonando a guitarras de fuego,

mi pecho como un cántaro de agua manando versos.

He aquí mi presencia

que te besa en la frente tremante de capullos.

Yo estaba en el más alto cabezal de los Andes.

Eran mi almohada relámpagos y aceros.

En mi frente posaba sus pies la tempestad

y tomaba en mis ojos la noche como un toro

torrentes de luceros.

Vine para mirar tus ojos, escarbarlos

hallar en tus pupilas secretos de tristeza,

sumergirme en tu sangre y coronarme

la cabeza de líquenes y nardos.

Entradas relacionadas

Deja una respuesta