(A. Adalberto Linares)
Agua, mujer de luz nacida en cielo.
Sangre de eternidad que se derrama
en hebras de marfil por los breñales.
Látigo de panal con que alguien hiere
las vértebras sedientas de las rosas.
Suturas y oquedades que se sacian.
Llanos, bejucos, musgos que se afelpan.
Crujen huesos ciclópeos en los antros.
Cavernas tumultuarias se coronan
de guirnaldas azules, ramilletes
de luz. La tierra gime, se prosterna
grita de dulce asombro; se subleva
de flores, crece, crece hasta el celaje.
Aguas, divinos belfos que degluten
flecos de sol; se ponen las montañas
de hinojos a que pasen las praderas
cantando salmos de árboles. Misterio.
Rayos de sol y sombra. Azul y verde
desde la podredumbre calzan sus pétalos.
La sangre misma nace del abismo
mientras entonan cornamusas de oro
blancas alegorías en la noche.
Un ángel casi loco relataba
festejos de cristal en los bohíos
de Dios; y en vértigos venía el agua,
girando en círculos cual danzarina,
inflándose en sinuosas curvaturas.
Época para amarse en las orillas.
La luna se venía como una nao
dejando margaritas en sus huellas.
Cascada de marfil, y las violetas
se amaban con los árboles y libaban
aljófares. ¡Qué doncellez del agua!
Voz que desde las cumbres se derrama
empujando montañas de claveles,
arrastrando vorágines de espuma,
cadáveres de estrellas para rosas
e iluminar el valle de prodigios.